Te llevo a la ciudad donde sólo viven mujeres
Today – Iván Compasso – 23 julio – Traducido y editado por Rojava Azadi Madrid
Jinwar es como una espada clavada en el corazón del patriarcado en una parte del mundo donde el poder siempre ha sido asunto exclusivo de los hombres.
Jinwar no está tan lejos, pero es como un mundo aparte. «Estaba harta de que mi marido, mi familia y su familia me trataran mal. Así que les mandé al infierno y me vine a vivir mi vida aquí, a Jinwar. Llevo allí dos años y por fin estoy serena, feliz. Y libre.» Wadih tiene unos cincuenta años y es de la ciudad de Tirbespiye, no lejos de la frontera que divide Siria de Turquía.
Para llegar a Jinwar se bordea durante muchos kilómetros, si se parte de Qamishlo, el muro que Erdogan hizo construir en 2015 para cerrar el paso a los refugiados que huían de la guerra, pero sobre todo para impedir que los kurdos de Bakur, la región al sureste de Turquía, y los kurdos sirios de Rojava, crearan un frente común en defensa de sus derechos.
Estamos en el noreste de Siria, en esa parte de Oriente Próximo donde las mujeres kurdas han estado al frente de la lucha contra el avance del Califato de Abu Bakr al-Baghdadi, cuando en 2014 la ciudad de Kobane se convirtió en un símbolo de resistencia a ISIS, no solo derrotándolo, sino afirmando una idea absolutamente innovadora de gobierno en la zona.
El experimento de Rojava
La experiencia del «confederalismo democrático» despegó hace doce años, pero solo dos años después, en 2014, tras el estallido de la guerra civil alimentada por ISIS, cobró el impulso decisivo. Una idea de sociedad que desde entonces ha convencido incluso a quienes no son kurdos, pero que igualmente sueñan con una sociedad igualitaria, libre y democrática, donde las mujeres, y no solo los hombres, sean protagonistas de la vida social, cultural, política y militar.
Conceptos que especialmente en esta parte del mundo parecen provocadores y blasfemos sobre todo porque cuestionan claramente los sistemas teocráticos, patriarcales y dictatoriales establecidos. En Siria, Assad; en el norte, el turco Erdogan, quien persigue al pueblo kurdo desde que tomó el poder. Luego están los vecinos del norte de Irak, que teóricamente deberían ser «amigos», ya que también son kurdos, pero que no ven nada bien el giro democrático llevado a cabo desde que comenzó la guerra. Y por otro está Líbano, un eterno polvorín.
Un sistema, el del confederalismo democrático, que, en lugar de derrumbarse primero bajo los golpes de ISIS y ahora de los constantes ataques de la propia Turquía -que utiliza drones y milicias para minar Rojava-, está cobrando fuerza.
Un lugar necesario: Jinwar, la aldea de las mujeres
Wadih es una mujer árabe, el ejemplo más claro de hasta qué punto el cambio propuesto por los kurdos ha sido acogido también por las demás comunidades que viven en esta región y hasta qué punto esto, para los sistemas establecidos, representa una amenaza. Y el pueblo de Jinwar es una demostración práctica de que no sólo se trata de un reto convincente, sino de un reto ganador. Si el sueño, la utopía, de una sociedad igualitaria, donde no sea la elección del culto religioso, la pertenencia a una cultura u otra, o el género, lo que defina a qué derechos se puede tener acceso, Jinwar es como una espada clavada en el corazón del patriarcado en una de las partes del mundo donde el poder siempre ha sido asunto exclusivo de los hombres. Así, el pueblo de Jinwar, que en kurdo significa «aldea de las mujeres», es un símbolo de los logros conseguidos a lo largo de los años. Está situado al oeste del distrito de Al-Darbasiyah, en la provincia de Al-Hasakah.
Las obras para su construcción comenzaron en 2016 partiendo de la base de que era un lugar necesario. Se celebraron reuniones con instituciones de todos los municipios del norte y el este de Siria para ver si era posible hacer realidad lo que al principio parecía solo una intención. El segundo paso lo dio el Comité Económico de Mujeres de Rojava, que destinó este terreno a la construcción de la aldea. El 10 de marzo de 2017, unas seiscientas mujeres se presentaron en este trozo de tierra, se arremangaron y empezaron a trabajar para construir Jinwar. Y lo consiguieron. Ni siquiera tardaron tanto, apenas unos meses.
El pueblo también se diseñó con fines culturales y hace hincapié en los principios ecológicos. Las 30 casas construidas están hechas a la manera tradicional, como se hacía antaño en estas zonas, para que sean cálidas en invierno y frescas en verano. Utilizan barro y paja para fabricar los ladrillos sobre los que se levantan las paredes de las casas. Que son sólidas lo demuestran las pocas marcas en las paredes de algunas de las casas que recuerdan otra fecha que marcó esta tierra, cuando en la noche entre el 5 y el 6 de febrero de 2023, la tierra en Turquía y Siria tembló con una potencia nunca registrada en 2.000 años, con una magnitud de 7,7.
Algo nunca visto, nunca experimentado. Pueblos enteros se han derrumbado; en Jin War ni un rasguño. Al llegar en coche, partiendo de la carretera principal, nos encontramos con unas cuantas casas hasta llegar a una verja, donde una señora, sentada en una silla a la sombra de varias plantas, nos hace señas para que entremos.
Nos acompaña una joven kurda que también hace de intérprete, Inana. Es de esta misma zona, pero también es la primera vez que viene a Jinwar. El lugar es realmente hermoso y especial. Las casas tienen una forma particular que recuerda explícitamente las formas del cuerpo femenino. Hay mucha vegetación delante de cada una de estas casas. Una de las piedras angulares de la revolución de Rojava, además de lo que ya se ha dicho, es el cuidado del medio ambiente y plantan árboles donde pueden. Saben que es la única manera de crear frescor. Puede que haga calor en Rojava, pero en todas las ciudades y pueblos, dondequiera que haya casas, hay muchos árboles y vegetación. Lo mismo ocurre en Jinwar.
En el centro del pueblo hay un parque infantil equipado con todo lo necesario. Las mujeres que viven aquí, la mayoría, son viudas que han perdido a sus maridos en la guerra. Salwa es la que lleva más tiempo aquí. Antes vivía en Afrin con sus tres hijos y su pareja, que murió en combate a manos de las fuerzas especiales turcas. Desde que terminó el impulso de los combatientes de ISIS, estos se han expuesto, contratando incluso milicias privadas, y llevan ocho años atacando y bombardeando constantemente tanto la ciudad como la provincia de Afrín.
«Murió luchando, intentando defender nuestros hogares. Él como muchos otros», nos dice Salwa mientras cubre a su hijo pequeño, que se ha dormido a su lado, con un keffiyeh muy ligero cosido con algodón muy fino. «Allí la vida es imposible, no se puede criar a tres hijos. Por eso, cuando empezaron a hablar de crear un lugar exclusivo para mujeres, me pareció lo correcto. Quedarme a vivir allí fue la consecuencia directa».
La casa de Salwa, como las de las demás mujeres que viven aquí, es decididamente elegante y armoniosa. Cada una la ha amueblado con mucho gusto. Son realmente acogedoras y también muy funcionales, además de coloridas. Los espacios para los niños son enormes. Junto a su casa está lo que los kurdos llaman una «academia», el lugar dedicado a los niños que después de la escuela participan en actividades sobre todo lo relacionado con el arte. Aprenden a dibujar, a tocar y cantar, a actuar. Así que siempre hay una sala de música, pero también un teatro propiamente dicho. En el exterior, hay huertos a la derecha y árboles frutales a la izquierda.
«Las armas no bastan, el arte y la cultura son anticuerpos fundamentales para defendernos.»
Yasmina, una kurda de Jinwar.
«No es que tengan que convertirse en artistas», explica otra mujer, Yasmine, mucho más joven que Salwa. El arte es una parte fundamental de nuestra cultura porque, por ejemplo, a través de las canciones transmitimos nuestra historia. Conocer la música kurda es conocer la historia kurda». Al igual que los niños de Jinwar, todos los niños de Rojava tienen acceso a espacios como este, donde también practican deportes como el voleibol o el fútbol. «Aprender a conocer, a distinguir lo bello es también una forma de crear un espíritu crítico, un cierto gusto, que es un aspecto importante de la vida de las personas», nos dice Yasmine. «Son anticuerpos fundamentales para defendernos, no basta con las armas para defender una cultura milenaria. Incluso estas, sin cultura, son menos peligrosas», dice, sacando a relucir ese típico espíritu kurdo.
Yasmine sabe muy bien de lo que habla ya que viene de Kobane, donde luchó de joven junto a muchas otras jóvenes en Rojava. «Este no es un lugar creado para las mujeres porque los hombres sean feos y malos, no. Es un lugar creado para las mujeres porque antes no había un lugar así -simplemente, añadimos- Aquí se puede venir aunque sea por un periodo corto o medio, para recuperar energía, para estar serena. Una especie de vacaciones del alma», nos cuenta de nuevo. Hay diferentes historias entre las mujeres del pueblo, pero no es imprescindible haber sido víctimas de violencia para poder acceder a él. «No es un hospital», se ríen todas mientras el grupo de mujeres que nos rodea es cada vez más numeroso. «Hay viudas, hay mujeres que han sido maltratadas, es cierto, pero también mujeres que simplemente querían estar entre mujeres. No es imprescindible haber tenido una mala historia a tus espaldas para tener acceso aquí. Todas las mujeres del mundo son bienvenidas, independientemente de por qué quieran o necesiten venir aquí».
Dalal, que es de las cercanías, de la ciudad de Hasaka, también tiene tres hijos y además es viuda. «Criar aquí a dos niños y una niña es también una forma de asegurarnos de que, sobre todo los dos varones, asimilan esos conceptos indispensables para ser buenos ciudadanos el día de mañana. Y no es sólo el respeto a la mujer, que sigue siendo lo primero porque sin eso no puede haber mucho más. Sino el compartir experiencias juntos, desde los juegos hasta los asuntos domésticos. No hay nada, aparte de dar a luz, que esté prohibido sólo a los hombres o a las mujeres. Y es bueno que lo aprendan desde el principio», nos dice Dalal, cambiando de tono al final. Ella también es viuda. De todas las mujeres que conocemos, sólo Bertan no tiene tanto interés en exponerse y contarlo. Entendemos por qué, no hace falta preguntar. Lleva los signos de la guerra en la cara. Pero siempre sonríe.
¿Por qué no hay un lugar como Jinwar en Italia?
Salwa quiere reiterar un concepto. «Cuando decimos mujer, vida, libertad, no es un eslogan. Para nosotras, una mujer libre es una mujer que determina, una mujer que sabe ser líder, que sabe defender un principio y que lucha por hacerlo valer. Una mujer libre es una mujer que sabe argumentar, que sabe llevar sus razones hasta el final», explica, manteniendo siempre un tono amable. «La libertad no significa tener aventuras, ir de una cosa a otra. Coger lo que quieres. Eso es otra cosa, principios capitalistas que son exactamente contra lo que tenemos que luchar cada día. Pero la libertad es fuerza, determinación, razón», nos dice Salwa. «Sobre todo», interviene la joven Yasmine, «la libertad es ser capaz de demostrar por qué las razones de una pueden ser correctas y ponerlas al servicio de los demás. Libertad es comprender que para construir hay que saber medirse con las demás, lo que también puede significar cambiar de opinión, lo que en cualquier caso es bueno porque significa haber aprendido algo».
En este ambiente idílico, junto a una taza de té, chai y pastas de almendra, señalamos que en Europa, en los últimos meses, cada vez se cuentan más historias dramáticas de mujeres asesinadas por hombres rechazados. Nos piden más explicaciones, y señalamos que en España, por ejemplo, hubo cinco feminicidios en pleno mes de julio en una sola semana.
incrédulas, hacen varias preguntas, y así acabamos contando la historia de Giulia Cecchettin, que es dramáticamente simbólica de lo que no podemos definir simplemente como tragedias, sino que son una señal innegable de que algo en nuestra sociedad no funciona. Nos hacen muchas preguntas, primero sobre el caso en concreto, luego en general sobre la frecuencia de estos sucesos. Hay un momento de silencio, una larga vacilación ante horas de conversación. Es entonces cuando Wadih, que no había hablado hasta ese momento, toma la palabra, y con la misma firmeza natural y espontánea con la que nos había explicado al principio por qué vive aquí, esta mujer árabe, volviéndose hacia nosotros, dice: «Pero, ¿por qué no hay un lugar como Jinwar en Italia?»