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Cuando llegue el momento

Kedistan – Daniel Fleury – 4 junio 2024 – Traducido y editado por Rojava Azadi Madrid

«Cuando llegue el momento». Este es el lenguaje de todos los políticos que apoyan el derecho de los genocidas a defenderse, cuando se les plantea la cuestión del «reconocimiento de Palestina».

Pero preguntarnos si «reconocer un Estado» es nuestra prioridad es como preguntarle a un vegano si la carne orgánica es preferible a la carne canadiense tratada con hormonas. La pregunta está mal planteada. Permítanme que me explaye.

La cuestión del reconocimiento de Palestina es ahora más fundamental que nunca.

Y la búsqueda de un amplio consenso político transnacional no se basará en la intransigencia anarquista en estas condiciones en las que la guerra dicta la ley con su talón de hierro. Porque no se trata de reconocer un Estado, sino la existencia de una representación política de un Pueblo y, por tanto, de reconocer el derecho de ese Pueblo a existir cuando se está cometiendo un genocidio contra él.

La Palestina histórica se extiende desde el Jordán hasta el mar, y esta historia no pertenece a ninguna representación contemporánea ni a ninguna institución política estatal. Es un hecho y una realidad.

Y el derecho internacional ha reconocido el derecho de los palestinos a la autodeterminación desde 1948, cuando Palestina fue «particionada». Numerosas resoluciones desde entonces han confirmado la necesidad de una solución de «dos Estados». El Estado de Israel no ha reconocido ninguna de ellas. El Proceso de Oslo, que estuvo a punto de lograrse, fue torpedeado por quienes hoy ostentan el poder, incluida la corriente política de Hamás en aquel momento.

Las representaciones políticas e institucionales que los habitantes de este territorio quieran darse a sí mismos son asunto de sus decisiones políticas. Pero para ello, estas decisiones deben poder expresarse fuera del yugo totalitario de un estado-nación, en este caso Israel, que no puede ser el árbitro de la elegancia.

Reconocer, con razón o sin ella, que desde 1948 los asentamientos de Palestina se han visto afectados por decisiones de derecho internacional, a raíz del Holocausto, y por el éxodo masivo de poblaciones judías de Europa, que se unieron a las que ya estaban allí, y, por último, la decisión de los vencedores de la II Guerra Mundial de establecer un Estado de Israel en Palestina, es simplemente dejar constancia y reconocer una realidad que se ha consolidado desde entonces. Incluso si esta realidad fue igualmente creada por el éxodo forzoso de la Nakba, impulsado por la ideología sionista y colonialista, que continúa hasta nuestros días.

No se trata, pues, de reconocer la existencia legítima de un Estado de Israel, sino de combatir a ese Estado por lo que es: un estado-nación mesiánico, excluyente y colonialista. Y, en este sentido, la construcción a largo plazo de un Estado palestino del mismo tipo a su lado significa perpetuar un posible estado de guerra permanente, y no una garantía de seguridad para ninguna de las partes, dado el actual estado de odio y de representaciones políticas beligerantes o fallidas. Un dilema. Tanto más cuanto que la cuestión de los asentamientos que ocupan ilegalmente zonas enteras es otro tema, también en el centro de las atrocidades y asesinatos actuales.

La verdadera cuestión es el reconocimiento de Palestina y de todos sus pueblos, con la necesidad de que todos sus componentes étnicos, religiosos y culturales estén representados y sean reconocidos dentro de una única entidad palestina, aunque este proceso tenga que llevarse a cabo por etapas.

Esto presupondría la desaparición del actual Estado de Israel y la aparición política de zonas de asentamiento federadas y reconocidas, representadas en un marco democrático, en el que cada zona administrada democráticamente respetaría la diversidad de su asentamiento en pie de igualdad en su representación política. Sin duda una utopía hoy en día, pero que no existe sólo en la mente de los «anarquistas».

Se trata de un modelo, inspirado en el comunalismo democrático, que los kurdos defienden ideológicamente, por ejemplo, y que aún no han conseguido llevar a la existencia real a gran escala, aunque Rojava pretendía ser su promotor y embrión. La situación en Siria está bloqueando cualquier posible desarrollo del proceso y llevándolo a girar sobre sí mismo. Turquía, por su parte, es un estado-nación en las antípodas de este proyecto. Por no hablar de Irak e Irán. Todavía no ha llegado el momento del confederalismo democrático, pero el camino está trazado. Sin utopía política, no puede haber debate, ni progreso democrático hacia la paz, ni decisiones tomadas a nivel del Pueblo. El movimiento kurdo debería abrir más este debate hacia la resistencia palestina, al menos hacia aquellos componentes democráticos de la misma que no están en las cárceles israelíes.

Los territorios de Palestina pertenecen a quienes viven allí hoy, y este reconocimiento es una cuestión de derecho, siempre y cuando estos asentamientos no sean el resultado de ocupaciones ilegales (que es el caso de la mayoría de los asentamientos). Y reconocer este territorio desde el río Jordán hasta el mar es lo contrario de hacerlo desaparecer, reconocerlo tal y como está poblado y querer que tenga un futuro. El actual gobierno del lado israelí y la despojada autoridad palestina tendrán que ceder para que eso ocurra. Sólo podrá surgir una alternativa política creíble si hay una paz duradera, de la que el alto el fuego es sólo el primer paso. Las masacres en curso no alientan el optimismo sobre el progreso.

No es en absoluto antisemita cuestionar el Estado de Israel en su forma y denominación actuales. Sobre todo porque su definición ha adoptado recientemente un aspecto mesiánico y ha perdido su carácter laico. Querer acabar con los judíos de Palestina o con su derecho fundamental a existir allí por derecho propio, junto con los demás componentes, sería hacerlo. En este sentido, la ideología desarrollada por el Hamás original era fundamentalmente antisemita, del mismo modo que el mesianismo sionista, por el contrario, es racismo antiárabe, que justifica la colonización. El otro es un «animal» o un «enemigo». Las intenciones genocidas ya ni siquiera se disimulan. Cualquiera que aliente o apoye lo que está ocurriendo en estos momentos está apoyando y promoviendo un planteamiento genocida probado y, como mínimo, crímenes contra la humanidad.

Pertenezco a una generación que tenía 17 años en 1967 (Guerra de los 6 Días) y 23 en 1973 (Guerra del Yom Kippur), y que conoció los debates sobre Palestina e Israel a través de estudiantes palestinos laicos comprometidos y de pacifistas judíos de izquierda. En aquella época, la idea de los pacifistas de izquierda era la de instituciones binacionales y la búsqueda de la paz con los Estados árabes, después de estas guerras en las que se reforzaba tanto la noción de «territorios ocupados» como la de «resistencia palestina». Esta utopía se vio muy pronto dominada y borrada por el deseo de lucha armada, en una situación que ya estaba bloqueada, por parte palestina, y por la ideología de la «seguridad» que describía a Israel como asediado y amenazado.

Puedo ver el abismo que se ha abierto en medio siglo y la altura de los muros que se han levantado. Y, a la luz de los mapas de la colonización, puedo ver también la dificultad de encontrar la respuesta adecuada en la famosa «solución de los dos Estados». El terrorismo indiscriminado de unos, en respuesta a las masacres y atrocidades repetidas de otros, también ha difuminado toda reflexión política, no dejando más que un vacío favorable a la extrema derecha mesiánica corrupta o al sectarismo religioso totalitario y terrorista. El papel de policía regional desempeñado por el Estado de Israel en la región, y el apoyo imperialista que ha recibido hasta ahora como consecuencia de ello, ha acabado con toda reflexión internacional sobre la resolución de los conflictos sobre el terreno, poniendo cada vez más en juego las alianzas de intereses internacionales con los países árabes, transmitidas a expensas de la cuestión palestina. El imperialismo estadounidense es el principal responsable de ello, con su política de guerra en Oriente Próximo.

Palestina se ha convertido poco a poco en una palabra arcaica, e Israel en un Estado «democrático occidental» amenazado en Oriente Próximo. El 7 de octubre levantó el velo de este engaño, de la peor manera posible.

Y, de gobierno en gobierno, tras el asesinato del último estadista israelí capaz de prever una solución para la paz en Palestina, tras el torpedeo de los Acuerdos de Oslo, por muy pobres que fueran, llegamos a una extrema derecha mesiánica oficialmente en el poder, que había elegido a su «oposición palestina», Hamás, financiándola en Gaza. A la «resistencia» palestina no le quedó más opción política que colaborar o desaparecer en la corrupción. La población israelí ha derivado hacia una política de seguridad a ultranza y, en el mejor de los casos, hacia la ignorancia de los palestinos, en un régimen de apartheid organizado.

Hay que admitir que el 7 de octubre no es un acontecimiento fundacional en todo esto, y no es más que una monstruosidad que algunos utilizan para legitimar sus propias intenciones y sacar a la luz sus planes genocidas, o incluso para llevarlos a cabo utilizando sus recursos estatales.

Esto está tan lejos del antisemitismo, tan lejos del pueblo judío y de su capacidad para vivir en paz, tan lejos de los belicistas que lo están llevando al caos y preparando un futuro de inseguridad permanente y odio latente. Los actuales dirigentes del Estado de Israel, y quienes les apoyan, están haciendo más daño al pueblo judío que los nacionalistas árabes o los antisemitas de todo el mundo en las últimas décadas. Están destruyendo su futuro. Y la extrema derecha racista europea no se ha equivocado. Han encontrado un aliado en su guerra contra la «civilización», dejando de lado por un tiempo su antisemitismo tradicional, como de hecho hace la extrema derecha israelí cuando habla de «defender la civilización judeocristiana», haciéndonos olvidar los orígenes cristianos históricos del antisemitismo asesino de masas. Estos ultraderechistas utilizan el dolor de las familias de los rehenes para desarrollar su agenda política.

En todo esto, es difícil separar a quienes siguen profesando «el derecho de Israel a defenderse«, mientras la justicia internacional interviene sobre la necesidad de «impedir el genocidio» y lanza acusaciones por «crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad«.

Incluso hay organizadores de propaganda que invitan a uno de los acusados a «iluminar el debate» en Francia. Estamos en pleno frenesí y, sobre todo, estamos encubriendo e intentando legitimar lo que, llegado el momento, será objeto de un procedimiento para su reconocimiento como genocidio.

Las consecuencias son múltiples y de largo alcance.

No tiene sentido entrar en un recuento macabro de las muertes de ambos bandos, pero sí es útil denunciar el doble rasero permanente que jerarquiza a las víctimas en «pueblo elegido» y «animales terroristas«, para descifrar la hipocresía de ciertas afirmaciones repetidas una y otra vez por la propaganda. Estas masacres repetidas son crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad, según la jurisprudencia y los textos del derecho internacional común, incluido el 7 de octubre. Y animan a todos los criminales políticos, hasta el punto de que a las palabras «oficiales» les sigue su contrario, ya sea sobre las armas, las sanciones…

El desplazamiento forzoso de poblaciones, a una escala aún mayor que la Nakba, su privación de los medios de vida más básicos, los bloqueos, la destrucción sistemática de infraestructuras vitales, lugares de cultura, educación y culto, todo ello constituye genocidio. Y el Tribunal de Justicia lo ha advertido. Incluso la ayuda humanitaria ha sido manipulada, mientras se organizaban el bloqueo y la escasez.

La propaganda israelí se ha apoderado de las noticias, mientras que más de 100 periodistas palestinos y no palestinos han sido asesinados en Gaza y cualquier periodista que pudiera romper el bloqueo era un objetivo. La gran mayoría de los medios de comunicación internacionales se han acostumbrado a vender mentiras y a manipular sus opiniones en nombre del «derecho de Israel a defenderse» y de la «lucha contra el antisemitismo«. En Francia, por ejemplo, se pueden contar con los dedos de las dos manos los periodistas de televisión que ejercen actualmente su oficio en este mundo de propaganda sionista, y los «especialistas» que aún consiguen milagrosamente ser invitados a los platós. En un momento en que la extrema derecha se regodea, el hecho de que el periodismo se acostumbre a retransmitir propaganda a gran escala es un mal presagio.

La propaganda sionista y sus repetidores internacionales están destruyendo la idea misma de «Derecho Internacional» y sus medios de guerra el más elemental respeto a la ayuda humanitaria. Todas las ONG se están volviendo «antisemitas», todas las instituciones, incluida la CPI, también se están volviendo «antisemitas». El radicalismo sionista de extrema derecha hace añicos la idea misma de derecho, cuando no la transforma en religiosidad divina. La lucha contra Hamás se califica de cuasi divina y existencial. Y en el plano internacional, los llamados «Estados» democráticos que deberían levantarse para defender el derecho internacional, las convenciones que han firmado y las instituciones, callan o participan en el linchamiento. Los gobiernos valientes que defienden la Ley contra la guerra de Tsahal empiezan a ser raros entre los «occidentales». El doble rasero entre Ucrania y Gaza es grotesco.

El efecto político está a la altura de esta propaganda, que promueve el racismo y la inhumanidad en primer plano. Se recompensa así a todos los islamófobos y se les anima a esencializar a las poblaciones en su propio territorio.

El efecto Bibi es tan devastador como el efecto Putin, en lo que respecta al derecho internacional, y completa el efecto Irak, que continúa impunemente.

Así que la defensa mínima del Derecho Internacional y de sus denostadas instituciones se está convirtiendo casi en una tarea militante fundamental e imprescindible, en este estado ruinoso de las relaciones internacionales, donde la ONU se está convirtiendo en una tertulia, tan desacreditados están sus miembros permanentes del Consejo de Seguridad.

Por eso es útil agruparse en torno a las pocas cosas que podrían propiciar un nuevo consenso, o avanzar en esa dirección.

El reconocimiento de un «Estado palestino» se convierte en uno de estos medios y, en este sentido, no es nada simbólico y no puede esperar a «un momento apropiado».

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