Todas las economías son, en última instancia, economías humanas.
La creación de riqueza material es siempre, simplemente, un momento en el proceso mayor de formación mutua de los seres humanos. El trabajo de ayuda social es realmente la forma primaria de trabajo. El capitalismo es tal vez el único entre todos los sistemas económicos que invierte por completo esto y nos indica que el propósito de la propia vida humana es la producción de bienes materiales. Ésta es una forma de locura social. ¿Cómo cambiamos las cosas?
“Desafiar la Modernidad Capitalista II” – Hamburgo, Alemania – 4 abril 2015
Ponente: David Graeber
Me han pedido que hable sobre las economías humanas, que es una expresión que se desarrolló originalmente en un libro sobre antropología. Los antropólogos observaron que el dinero se usa de manera muy distinta en las diferentes economías estudiadas. Hay lugares en los que se utiliza, tal como hacemos nosotros, para obtener bienes y servicios principalmente. También hay otros donde sirve, sobre todo, para reorganizar las relaciones sociales y no para comprar o vender. Una idea que resulta extremadamente rara y desconocida para la mayoría de la gente. Así que decidí llamar a estas economías, humanas. Pero, en un sentido más amplio, se me ocurre que todas las economías son, realmente, economías humanas. Lo extraño del capitalismo es que es el único sistema que puede hacernos olvidar esto. Y me sorprendió especialmente esta confluencia y pensar en ello mientras estaba en Rojava.
A principios de diciembre formé parte de una delegación que visitaba un centro de rehabilitación para combatientes heridos de las YPG / YPJ en la ciudad de Amude. El codirector de la clínica, Agir Merdín, describía la filosofía médica que consideraba estaba detrás del orden social que trataban de construir en Rojava. Su filosofía, explicaba, es esencialmente preventiva. Para entender la prevalencia de muchas enfermedades se debe empezar por los factores sociales (es imposible prevenir la enfermedad a menos que tengamos una sociedad sana, basada en considerar la vida humana como parte de la naturaleza: «si el corazón está enfermo, el cuerpo también»). El factor más importante de todos, según él, es el estrés. Si, por ejemplo, las ciudades pudieran ser reconstruidas con un 70% de espacios verdes, los niveles de estrés disminuirían inmediatamente y, con ellos, las tasas de enfermedades del corazón, la diabetes, e incluso -él estaba seguro- el cáncer. Sin embargo, también insistió en que no se trataba sólo de una cuestión de integración con la naturaleza, sino también de vínculos sociales: la soledad, el aislamiento social, se inserta en la sociedad moderna como un modo de control social. Me quedé muy impresionado por la forma en que lo expuso. Dijo que lo llamamos «esclavitud moderna” porque, en el pasado, la esclavitud era impuesta por las espadas; pero, en el mundo contemporáneo, la situación es en cierto modo más primitiva, porque al menos en el pasado aquéllos alienados de toda conexión social mediante su captura y venta como esclavos conocían su situación de esclavos, pero, hoy en día, creemos que esta situación de aislamiento es en realidad libertad. El aislamiento, a su vez, provoca estrés, y el estrés nos expone a la enfermedad.
Pero entender la salud y el cuerpo en este sentido, como parte de una red de relaciones sociales, requiere un cambio radical en la perspectiva sobre lo que realmente es la sociedad.
Más tarde, después de cenar, meditando mientras fumaba un cigarrillo, comentó: «después de todo, siempre hablamos de» producción «como si se tratara de fabricar cosas. Pero en cualquier sistema social lo más importante que se produce es siempre seres humanos. Eso es lo que pensamos. La tarea es, en última instancia, la producción de personas».
Me pareció un tanto sorprendente, porque yo mismo había escrito un libro titulado Hacia una teoría antropológica del valor, en el que argumentaba exactamente este punto -un libro del que estoy bastante seguro prácticamente nadie ha leído y, desde luego, no en Kurdistán-. Así que me emocionó mucho ver cómo convergían estas ideas. Así pues, permítanme volver a algunos de los argumentos expuestos allí, y explicar por qué creo que podrían ser útiles para aquéllos que participan en proyectos de transformación revolucionaria. Particularmente, cuando me encontraba escribiendo sobre producción de personas y terminando una lectura feminista de Marx. Me sentía inspirado por esa lectura feminista de Marx.
En cierto modo, el punto que se planteaba procede directamente de Marx; de hecho, podría decirse que es la esencia de la crítica de Marx al capitalismo, aunque la mayoría de los marxistas -salvo la importante excepción de ciertas disensiones del feminismo marxista- parecen haberlo olvidado por completo. Es precisamente esto lo que da la vuelta completamente a nuestro entendimiento de la importancia de la producción de personas y la producción de las cosas. ¿Nadie en el mundo antiguo -señaló Marx una vez- escribió acaso un libro sobre la cuestión de «cómo debe organizarse la sociedad para producir la máxima riqueza material general»? Actualmente, es casi la única pregunta que se nos permite plantear para ser tomados en serio en los centros de poder; pero, de hecho, los autores antiguos -y lo mismo puede decirse de los de cualquier civilización que no sean contemporáneos nuestros- asumieron que la verdadera pregunta que hay que plantear es ¿cuáles son las circunstancias en que se producirían las mejores personas, la clase de personas que usted desearía tener como vecinos, amigos o conciudadanos?
La producción de riqueza se consideró como un momento subordinado en ese proceso más amplio: demasiada riqueza causaría ociosidad y lujo; su escasez significaría que las personas están demasiado ocupadas tratando de sobrevivir para poder dedicar su tiempo a actividades cívicas, y así sucesivamente. Pero los marxistas tienden a olvidar esto debido a la manera particular en que se estructura el libro de Marx. Es una especie de crítica interna de las categorías capitalistas. De modo que adopta la terminología en uso por los economistas de su tiempo e intenta demostrar que, incluso asumiendo que Adam Smith, David Ricardo y todos estos autores tuvieran razón y que los mercados funcionaran realmente como dice que lo hacen, todo es mano de obra gratuita. Incluso si se acepta el supuesto de los economistas políticos, puedo demostrar que todo seguirá siendo contradictorio y autodestructivo. Puesto que muchos marxistas tienden a tratar la obra de Marx como si fuera una escritura bíblica, tienden a olvidar de que se trata de una posibilidad; Marx dijo que debía ser verdad y ellos deforman completamente su perspectiva. En realidad, Marx no pensaba que estas cosas fueran ciertas y desde luego no pensaba que esa perspectiva del capital que adoptaba en su libro fuera buena. Así que hay cierta tendencia a reproducir las categorías, a menos que decidas repensarlas. Y éstas se han convertido en las categorías dominantes de nuestro tiempo. Los antropólogos, sin duda, también lo han considerado cierto. En la mayoría de las sociedades que han existido a lo largo de la historia humana, no existe tal cosa como una «economía».
En las pausas mientras picaba las verduras, Cameron le dijo a su entrevistador que, aunque estaba obviamente deseoso de ser reelegido y de gobernar la sexta economía más grande del mundo hasta 2020, no buscaría lograr otros cinco años después de eso. Así que eso es lo que Gran Bretaña es para aquéllos que la gobiernan: una economía. Este tipo de lógica adquiere su forma más extrema en los economistas formados en bancos mundiales en África, que ocasionalmente harán comentarios como que ‘es un problema real que la mitad de la población pudiera morir pronto de SIDA, porque tendría efectos desastrosos en la economía. En otro tiempo, la economía era considerada como la forma en que se mantiene a la población, alimentada, vestida y en una vivienda adecuada, para que pueda seguir viva; ahora, la mejor idea que se te ocurre al lamentar la muerte de todos es en el efecto que tendrá en los niveles generales de producción de bienes y servicios.
Se supone que «la economía» corresponde a ese dominio en el que hablamos de «valor»; particularmente, por supuesto, valor monetario, pero también el valor de cualquier cosa que pueda medirse monetariamente. Esencialmente, puede considerarse como el dominio en el que el trabajo se dirige hacia la adquisición de dinero. Como resultado, tal como Marx fue el primero en demostrar, el dinero adquiere un peculiar doble papel. Por un lado, el dinero representa el valor del trabajo, es como la sociedad concibe y mide la importancia de las energías creativas, a través de las cuales configuramos y creamos el mundo que nos rodea, declarando que esa cantidad de esfuerzo creativo vale tanto dinero -una proporción dada de la cantidad total de dinero en circulación- y que esta cantidad se corresponde con esta otra cantidad. Pero, al mismo tiempo, no es sólo un símbolo que representa la importancia de las acciones de uno, sino que es un símbolo que -en la práctica- trae a la existencia lo mismo que representa, porque, después de todo, solo realizas el trabajo para conseguir dinero. El resultado es una especie de salón de espejos donde el propio «trabajo» viene a ser definido como lo que se hace para obtener dinero que, en última instancia, es sólo una representación del valor del trabajo.
Cuando la gente comienza a hablar de valores, de valores familiares -los políticos siempre hablan de valores familiares-, también se refiere a valores religiosos, ideales políticos, arte, valor, tratamos exactamente con aquellas áreas donde la mano de obra no está mercantilizada. La principal forma de trabajo que no se paga es el trabajo doméstico. Así que éstas son cosas de las que se supone que no debemos pensar como trabajo en absoluto, pero por supuesto lo son y esos valores son valores porque son únicos. El dinero es un valor del que se puede hablar como valor en singular porque el dinero permite comparar todo con todo lo demás. Pero si se traslada al dominio de los valores donde el trabajo no es mercantilizado, entonces, de hecho, cada valor es valioso porque no puede compararse con nada más. Así que no resulta posible llegar a una fórmula para calcular cuánto es suficiente para descuidar a tu familia o para la búsqueda de la religión. Pero, por otra parte, es aquí donde esta perniciosa actitud de tomar categorías capitalistas y naturalizarlas resulta más dañina, porque el conjunto de este dominio en la teoría radical se llama trabajo «reproductivo». Es casi biológico, se trata de una cuestión que realmente no produce valor para el capitalismo, por lo que se considera secundaria. De hecho, esa es la forma primaria de trabajo y lo que ejecutas de hecho es secundario. La principal forma de trabajo y la creación de valor social es una producción recíproca, la proyección de nosotros mismos en la creación mutua. Si recapacitamos sobre lo que le está sucediendo al capitalismo hoy en día, vemos que se trata de la financiarización. Se están produciendo todas esas formas increíblemente complicadas de valor que, en cierto grado, son simplemente una forma de cobertura para la dominación militar. Es concluyente que los poderes financieros principales coincidan siempre con las potencias militares. Nos quieren hacer creer que algunos países de Sudamérica o Asia transportan cosas a Europa y América del Norte sin recibir mucho a cambio porque, de alguna manera, están confundidos por la complejidad de sus instrumentos financieros. Nadie es realmente tan tonto; básicamente se trata de una extorsión militar. Por un lado, lo que las finanzas hacen es operar con el poder estatal para crear deuda. Por otra parte, como el feminismo ha señalado desde hace tiempo, la forma doméstica del trabajo o la producción social está regulada. Hay un millón de formas de ciencia diferentes que tienen que ver con la regulación y el control de esas formas de trabajo. Esencialmente, lo que las finanzas están haciendo es tomar esas formas de medición y expandirlas por toda la sociedad, creando el trabajo emocional («se supone que hay que ser feliz mientras se trabaja»). La financiarización consiste en la mercantilización del amor, de la confianza, como lo hace el microcrédito, que toma los lazos familiares, las formas de creatividad y estampa su sello de un millón de maneras diferentes. En realidad, necesitamos reformular nuestras ideas básicas sobre el valor.
Como afirman las marxistas feministas, otro efecto pernicioso del sistema de valores es la definición de lo que se considera «trabajo» y de lo que no lo es. Si uno no recibe un pago directo en efectivo, no es en realidad «trabajo» o, en términos de economía política, «no es productivo» (es decir, productor de valor en términos capitalistas). Uno de los efectos más curiosos de la divinización de los textos de Marx, que los vuelven similares a las escrituras religiosas, es que esta lógica, que Marx entendía como una crítica interna de los términos de la economía burguesa, una manera de decir «vamos a suponer, por mor del argumento, que el mundo realmente opera como dicen los capitalistas, aun así puedo demostrar que producirá contradicciones que, en última instancia, lo destruirán»- entonces se considera como un hecho, ¡porque fue Marx quien lo describió! Como resultado, el trabajo del cuidado familiar que realizan las mujeres, por ejemplo, es tratado como meramente «reproductivo» (con todos los significados implícitamente biológicos del término), más que como la forma de trabajo que es, en última instancia, la más productiva, ya que la sociedad misma es en última instancia el proceso de mutua creación de seres humanos.
En el siglo XIX se produjo una especie de revolución conceptual. Realmente creo que todas las revoluciones son esencialmente transformaciones morales. Imponen el sentido común, básicamente el sentido común político, nuestras ideas más fundamentales sobre lo que la vida, lo que la política, lo que una economía es en realidad. Así que, cuando se presentan momentos revolucionarios -la Revolución Francesa, 1848, 1917, 1968, todos estos fueron momentos en que se cambiaron los supuestos básicos en una especie de interacción global- se produjo una transformación del sentido común. En el siglo XIX, la teoría del valor del trabajo -que imaginaba al obrero como creador paradigmático- fue interiorizada por las clases trabajadoras y se convirtió en un medio notablemente efectivo de movilización de masas en todo el mundo. La idea es que la gente se dio cuenta de que «bueno, el mundo es algo que nosotros hacemos, no es algo que sólo existe. Todos los días nos levantamos y creamos el mundo. ¿Por qué no podemos hacerlo de manera diferente?». Quiero decir que resulta paradigmático que si todos hacemos el mundo de manera colectiva ¿por qué no hacemos un mundo que realmente nos guste? A casi nadie le gusta; incluso a la clase dominante no le gusta. Esa también es una gran paradoja del pensamiento izquierdista tal como surgió en el siglo XIX. Estamos aquí, creando colectivamente un mundo que no nos gusta mucho, todos los días. El capitalismo ni siquiera existe ni es algo que se nos imponga, sino que nosotros lo hacemos. Nos levantamos todos los días y hacemos capitalismo, ¿por qué no podemos hacer otra cosa? Ésta es la gran pregunta revolucionaria. Es extraordinariamente difícil y, de alguna manera, toda teoría social se refiere a eso: «¿Por qué no podemos simplemente despertarnos y hacer otra cosa?». Así que la teoría del valor del trabajo es una manera de plantear esa pregunta y tratar de responderla. Resultó un poco defectuosa, porque se refiría a la propia idea de qué es la producción, de la producción de las cosas y no de las personas. Y, como resultado, surge una paradoja. De hecho, siempre ha estado marcada por una contradicción central: que los miembros de la clase obrera se sentían orgullosos de su trabajo y, al mismo tiempo, en rebelión contra la idea misma del trabajo. A lo largo del siglo XX, los capitalistas han logrado, mediante una ofensiva ideológica sostenida y determinada, reemplazar en gran parte este antiguo ethos con la noción de que el valor se produce en última instancia a partir del cerebro de los empresarios y que el trabajo es esencialmente estúpido y robótico; ha llegado a ser validado, en cambio, como algo moral en sí mismo. El trabajo se promueve como necesario para la formación del carácter y, en efecto, cualquier persona que no pase la mayor parte de su tiempo trabajando en algo que no le gusta especialmente se la considera una persona fundamentalmente mala. Esta forma de evaluar el trabajo ha creado innumerables paradojas, como he tratado de documentar en mi ensayo «Sobre el Fenómeno de los Trabajos Inútiles (bullshit jobs).» Como la automatización ha eliminado lentamente mucho de lo que solía ser trabajo necesario, el imperativo de tener a la población trabajando cada vez más horas y más intensamente, la política de crecimiento y el empleo como solución para cualquier problema, han producido millones y millones de empleos administrativos totalmente inútiles y sin sentido: un desfile sin fin de gestores de visión estratégica, consultores de recursos humanos, por no hablar de industrias enteras como el telemarketing y el derecho corporativo, que parecen existir sin otra razón que mantener a las personas trabajando. Y, al mismo tiempo, parece existir una relación inversa casi perfecta entre la utilidad social real de un trabajo determinado, con tareas obviamente necesarias como la enfermería, la cocina, la recolección de basura, el mantenimiento de puentes y similares o, cada vez más, la enseñanza, los que reciben una compensación menor, mientras que los más inútiles o incluso contraproducentes -que siempre, como los ejecutivos, se jactan de las interminables horas que pasan en el trabajo, aunque no hagan nada- son los más recompensados.
Es más, según la ideología predominante, esto es visto, al menos a un nivel sutil, como lo único correcto. Incluso si las corporaciones asumieran esto, si hay un trabajo que alguien desearía hacer por cualquier razón a excepción del dinero (diseño artístico, traducción incluso…) se considera que no tendrían que pagar por él -mientras dedican fortunas en legiones de burócratas corporativos sin sentido-, mientras que profesores o incluso fabricantes de automóviles se convierten en objeto del resentimiento populista cuando se les considera pagados en exceso, casi como si dijeran: «¡Pero si hasta hacen coches o enseñan a niños! ¡es un trabajo real! ¿Y ahora, además, quieren salarios elevados, seguridad en el trabajo y beneficios?” ¡Incluso sabiendo que este trabajo vale la pena y ayuda a los demás, se ve, en cierta manera perversa, como si el que resulte más gratificante le restase valor!
Es evidente que lo que necesitamos aquí es una inversión total de la perspectiva, y me parece que la única manera de lograrlo es empezar por reemplazar la versión antigua de la teoría del valor del trabajo por una nueva que, precisamente, comience por la producción social, el trabajo solidario, y que haga de éste el paradigma de cualquier trabajo productivo significativo, en el sentido de que incluso la producción de necesidades materiales sea valiosa precisamente en la medida en que pueda ser vista como una extensión del principio de la ayuda a los demás y la creación mutua de seres humanos. Tan pronto como lo hagamos, deberá resultar evidente que, a pesar de las constantes declaraciones absurdas de que la clase obrera ha desaparecido de alguna manera con la reducción del trabajo fabril, las clases trabajadoras siempre han sido -hasta en la época de Marx- las «clases asistenciales», ya que se han compuesto principalmente de cuidadores, asistentes, por no mencionar los jardineros, los tutores y los que participan en la creación de ambientes nutrientes que permiten que las cosas florezcan y crezcan. (Esto es especialmente cierto respecto a las mujeres de la clase trabajadora, pero siempre lo ha sido en un gran porcentaje de hombres de la clase trabajadora.)
¿Cómo podría un movimiento obrero basado en esta noción de una economía humana volver a imaginar el mundo? Permítanme terminar sugiriendo una manera. Estamos acostumbrados a pensar en el «comunismo» como un estado futuro idealizado, o tal vez algo que existió en el pasado lejano («comunismo primitivo») y que tal vez vuelva a existir algún día en el futuro. Se supone que la base del «comunismo» debe ser necesariamente un acuerdo de propiedad colectiva. Pero si uno elimina la definición más bien formal y legalista de las cuestiones relativas a la propiedad y, en su lugar, nos referimos a las formas de acceso -esto es, nos remontamos al concepto original «de cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades», encontramos que la mayoría del trabajo ya está organizado en líneas comunistas. Cuando alguien en un lugar de trabajo está arreglando una tubería y dice «dame la llave inglesa», la otra persona no dice «¿y qué consigo en contraprestación?» Se aplican principios esencialmente comunistas porque es lo único que realmente funciona. De ello se deduce que, en un sentido muy real, el capitalismo en sí mismo es sólo una mala forma de organizar el comunismo. Del mismo modo, las relaciones comunistas de este tipo se dan entre dos personas que se encuentran en una estrecha relación de confianza y se tratan como si siempre estuvieran allí la una para la otra y, por tanto, cuantificar entradas y salidas, quién da qué a quién, resultaría absurdo.
Y, finalmente, el comunismo conforma el fundamento de toda sociabilidad humana, ya que si se está en relación con una persona que no se considera enemiga, incluso aunque sea un extraño, si la necesidad es lo suficientemente grande («me estoy ahogando») o el coste suficientemente pequeño (¿podrías darme algunas indicaciones?, ¿tienes una luz?), se supone que los principios comunistas se aplican -y, por supuesto, en muchos sistemas sociales, ese fundamento de lo que yo llamaría «comunismo de base» se extiende mucho más allá; por ejemplo, se hace imposible rechazar una petición de alimento, de cualquier tipo, o incluso de vestido.
El comunismo de este tipo no es el único principio y creo que sería casi imposible imaginar una sociedad en la que fuera el único principio. Siempre habrá otros. Pero reescribir lo que ya estamos haciendo en este sentido puede servir de punto de partida para darnos cuenta de que es precisamente este tipo de responsabilidad abierta la que se encuentra también en el centro de las relaciones humanitarias, y que, en este sentido, es el fundamento no reconocido de todas las formas de valor social. Significa también que en un sentido importante ya estamos viviendo en el comunismo. La cuestión es encontrar un modo de coordinación democrática de las formas de comunismo ya existentes para dejar a la gente lo más libre posible para que definan los compromisos que desean acordar entre sí y, finalmente, poder elegir por sí mismos qué formas de valor, individual o colectivamente, desean alcanzar.
Ya tuvimos una transformación moral: creo que en 2011 tuvimos un momento revolucionario con las revoluciones que comenzaron en Túnez, Egipto, España, Grecia, y luego con el movimiento Occupy, que se extendió por todo el mundo. Y éstas fueron violentamente derribadas. Pero desde entonces, cuando se inician movimientos democráticos radicales, ya no buscan alcanzar el poder estatal. Ha habido un cambio fundamental en nuestra propia concepción de lo que es un movimiento social democrático. Esto es lo que hemos visto también en Rojava. Hay una transformación moral, hay una transformación de nuestras categorías políticas básicas, que es de lo que se trata realmente una revolución. Pero creo que, para ir más allá, necesitamos cambiar nuestras categorías de lo que es el trabajo.
Es como en el siglo XIX, cuando se consideró que la teoría del trabajo y el valor era la producción y que resultó increíblemente eficaz. Aunque resultó que tal idea tenía límites muy reales que hacían considerar lo contrario. Necesitábamos cambiar nuestra concepción del trabajo por otra que comenzase por ocuparse de lo que es la sociedad, un proceso de creación mutua de seres humanos. No es sólo la creación de un mundo material, se trata de la creación de cada uno, eso es lo que estamos haciendo.
Cuidar la educación es lo principal. Actualmente, hay un movimiento educativo libre en Amsterdam, en Londres, hay un gran movimiento estudiantil emergente. Una de las primeras cosas que están exponiendo es que nos han dicho que el propósito de la educación es mejorar la economía. En realidad, es al revés. El propósito de la economía debe ser mejorar la educación, dar a la gente libertad durante su tiempo de ocio para entender el mundo, para aprender cosas. Pienso que podría hacerse realidad si se toma la educación como parte de ese proceso asistencial más amplio, del apoyo mutuo que crea un mundo por el que nos creamos los unos a los otros. Así que creo que, si comenzamos a mirar al mundo de esta manera, por supuesto será la forma en que la mayoría de la gente consiga ver el mundo.
Actualmente, en la mayoría de las sociedades se asume que la producción de iPhones, gafas y objetos materiales en general supone un momento de un proceso más amplio por el cual nos encargamos de crear personas. Por tanto, el trabajo en una fábrica es una forma de trabajo si las cosas que se producen en la misma son cosas que interesan a la gente, que la gente necesita, pero son productos de segundo orden. Se trata de todas las cosas que son realmente útiles y que son primarias para la vida humana. Simplemente cuidar los unos de los otros. Creo que, si hacemos eso, si transformamos nuestras categorías y repensamos el mundo y lo convertimos en sentido común, entonces realmente habremos logrado una revolución.
David Graeber enseña antropología en la London School of Economics. Coopera en una serie de proyectos activistas anti-autoritarios, desde la Red Acción Directa en el año 2000 a Occupy Wall Street en 2011. También es autor de libros como «Deuda: Los primeros cinco mil años», «Gente Perdida», «Acción Directa: una etnografía», «Fragmentos de una antropología anarquista» y, más recientemente, «La utopía de las reglas».